Parece que los seres humanos tienen una tendencia perpetua a que alguna otra persona hable con Dios por ellos. Nos contentamos con recibir el mensaje de segunda mano. En el Sinaí, el pueblo clamó a Moisés: "Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos" (Exodo 20:19).
Uno de los errores fatales de Israel fue que insistió en tener un rey humano, en vez de confiar en el gobierno teocrático de Dios sobre ellos. Podemos detectar un dejo de tristeza en las palabras del Señor: "... a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos" (1 Samuel 8:7). La historia de la religión es la historia de una lucha casi desesperada por tener un rey, un mediador, un sacerdote, un intermediario. De esta manera, no tenemos que acudir a Dios personalmente. Tal enfoque nos salva de la necesidad de cambiar, pues estar en la presencia de Dios es cambiar. Este sistema es muy conveniente porque nos da la ventaja de la respetabilidad religiosa, sin exigirnos transformación moral.
Esa es la razón por la cual la meditación es tan amenazadora para nosotros. Osadamente nos llama a que entremos de modo personal en la presencia viviente de Dios. Nos dice que Dios habla en el continuo presente y quiere dirigirse a nosotros. Jesús y los escritores del Nuevo Testamento indicaron claramente que esto no es sólo para los profesionales religiosos -los sacerdotes-, sino para todos. Todos los que reconocen a Jesucristo como Señor constituyen el sacerdocio universal de Dios y, como tales, pueden entrar al lugar santísimo y conversar con el Dios vivo.
Richard J. Foster, “Celebración de la Disciplina”, pp. 41-42, Editorial Peniel, 2009.
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