Hay personas que son religiosas simplemente porque temen no serlo; asisten a un lugar de culto porque fueron criadas para hacerlo así; porque es la costumbre y la tradición. Creen en la Biblia meramente porque se les enseñó a hacerlo así y aceptan los dogmas y doctrinas porque se los enseñaron sus padres y sus antepasados. Esto es lo que Cristo denomina [en Juan 8:35] “ser un esclavo de la casa”.
Profesar una creencia en Dios y su Palabra, obedecer los mandatos de Dios, abstenerse de vicios y pecados, llevar una vida decorosa y respetable de cara al exterior es estar, en un sentido, en la casa de Dios; pero tal persona está ahí únicamente como esclava, como mercenaria, como sierva. No es libre. Su situación es exactamente la misma que la del hindú, la del mahometano o el pagano que adora al sol y otras cosas simplemente porque sus padres así lo hicieron. Es cautiva de la costumbre, la tradición y el miedo. Esa no es la libertad que promete Cristo. No es sino una creencia superficial que se basa en lo que otros han pensado y dicho al respecto.
La fe inexpugnable, la fe que libera, la que deslumbra el alma de un hombre de tal forma que le hace decir: “Sé que esta es la verdad de Dios. Su enseñanza ha tocado las fuentes más profundas del pensamiento y el sentimiento en mi pecho, ha despertado mi conciencia, movido mi corazón, ha encendido mis aspiraciones a una vida más pura, mejor, ha traído paz y descanso a mi espíritu, y aunque todos lo nieguen, sé que es cierta porque ha cambiado mi vida”.
Martin Lloyd-Jones, Sermones Evangelísticos, Editorial Peregrino (2003), p.235
La libertad que Cristo promete
20 de agosto de 2009
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