Hoy, mientras visitaba la hermosa isla de Puerto Rico, y mientras pasaba por la ciudad de Bayamón, me encontré con el restaurant chino donde hace más de 18 años trabajé por varios veranos.
Desde que tenía la edad de 12 años y hasta los 16 años, mi padre tenía la costumbre de enviarme a Puerto Rico en los veranos a trabajar en el restaurant chino de mi Padrino Sam, para de esta manera enseñarme el valor del trabajo desde bien temprano en mi juventud. Recuerdo como anhelaba que terminara el año escolar y que mi padre me premiara con esos viajes (aunque en una ocasión debido a mis bajas notas no lo hizo).
Me encantaba Puerto Rico. Mientras trabajaba en el restaurante de mi padrino podía comer y beber todas las comidas y bebidas que ofrecían en el establecimiento sin pagar un centavo, y al final de la estadía mi padrino Sam me pagaba por todo el trabajo realizado en el verano y me llevaba a Plaza las Américas o cualquier otro mall a comprar lo que yo quisiera con el dinero que me había pagado (No era mucho dinero pero para mí era una fortuna).
Pero algo más sucedía en esos veranos. Era tan grande el vacio de amor que sentía por dentro, causado por el divorcio de mis padres y las heridas que esto había traído en mi niñez, que el simple trato amable de los empleados del restaurante y las personas que conocía en esta nación hacían que yo no quisiera regresar a mi país. De hecho lloraba cuando llegaba la hora de regresar a Santo Domingo, ya que no quería volver a mi hogar.
Al comparar aquellos días con el día de hoy, puedo darme cuenta de que algunas cosas han cambiado en estos últimos 18 años.
Ya el restaurante no pertenece a mi padrino, quien hace algunos años lo vendió para irse a vivir a Nueva York y emprender un negocio allá. Fue interesante entrar de nuevo al establecimiento y ver las mismas mesas de aquel entonces y la misma distribución del local, aunque tanto el mostrador y la cocina del restaurante los habían cambiado de sitio.
Por otra parte, ese vacío que sentía en mi juventud hoy no existe, ya que desde que entregué mi vida al señorío Jesucristo a la edad de 17 años de edad, EL se encargó de llenar ese vacío existencial que sentía dentro de mí y que ninguna cosa creada en este mundo podía satisfacer, a la vez de sanar todas las heridas que tenía en mi corazón.
Otra cosa que ha cambiado, es que a diferencia de aquella época donde no quería regresar a mi hogar, desde que llegué a esta nación he estado contando los días para regresar a mi esposa y mis hijos, los cuales extraño demasiado y sin los cuales me siento incompleto.
No obstante, al mirar hacia atrás y considerar los 18 años que han transcurrido, puedo darme cuenta de una cosa que no ha cambiado, y esta es que sigo siendo un hombre pecador necesitado de un Dios redentor. Mi hambre y necesidad por el Dios de la biblia no han cambiado aunque si mi relación con EL, ya que pasé de ser un enemigo a ser su hijo por medio de su obra redentora en la cruz.
Al considerar todo esto solo puedo quedar atónito al ver las misericordias y bondades que el Señor ha tenido conmigo en estos últimos 18 años, las cuales, sin yo merecerlo, ha derramado sobre mi por su propia y soberana elección.
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